Quizás has oído hablar de la agroecología y te suena a algo idealista, más cercano a la filosofía que a la gestión de una explotación agraria moderna. Sin embargo, en un contexto como el español, marcado por la sequía, el aumento de los costes de los insumos y la necesidad de cumplir con normativas ambientales cada vez más exigentes como la PAC, la agroecología se presenta como una respuesta científica, práctica y, sobre todo, rentable.
Este enfoque no consiste en volver al pasado, sino en aplicar los conocimientos ecológicos más avanzados para diseñar agrosistemas que sean productivos, resilientes y eficientes. Se trata de trabajar con la naturaleza, no contra ella, para reducir la dependencia de insumos externos, mejorar la salud de nuestro suelo y asegurar la viabilidad económica de la finca a largo plazo. Este artículo es una introducción a los pilares que sustentan este modelo y a cómo puedes empezar a aplicarlos en tu explotación.
Lejos de ser un simple conjunto de técnicas prohibidas, la agroecología es una disciplina científica que estudia cómo los diferentes componentes de un agrosistema interactúan entre sí. Su objetivo es diseñar sistemas agrícolas que imitan la eficiencia y resiliencia de los ecosistemas naturales. La FAO, de hecho, la sustenta en 10 elementos interrelacionados, como la diversidad, las sinergias, la eficiencia o la resiliencia.
La rentabilidad no viene de una prima de precio, como en la agricultura ecológica certificada (aunque son compatibles), sino de una drástica reducción de los costes de producción. Al potenciar la fertilidad natural del suelo, se reduce la necesidad de fertilizantes sintéticos. Al fomentar la presencia de fauna auxiliar, disminuye el gasto en pesticidas. Y al mejorar la estructura del suelo, se optimiza el uso del agua, un recurso cada vez más escaso y caro en gran parte de España.
Pensemos en un agricultor de olivar en Jaén. Un manejo agroecológico con cubiertas vegetales no solo previene la erosión en las pendientes, sino que aumenta la materia orgánica, permitiendo que el suelo retenga más agua de las escasas lluvias. Esto se traduce en olivos menos estresados y una mayor resiliencia frente a años secos, asegurando la producción.
La base de cualquier sistema agroecológico es el suelo. No como un sustrato inerte que se sostiene con fertilizantes, sino como un ecosistema vivo y complejo. Un suelo sano es el principal activo de una explotación, un verdadero «capital suelo» que, bien gestionado, genera intereses en forma de fertilidad y productividad año tras año.
La clave es la materia orgánica. Actúa como una esponja, reteniendo agua y nutrientes; como un pegamento, creando una buena estructura que evita la compactación y la erosión; y como el alimento de una inmensa red de vida subterránea (bacterias, hongos, lombrices) que trabaja gratis para el agricultor, transformando la materia orgánica en nutrientes asimilables para las plantas.
Prácticas como la aplicación de compost de calidad, el uso de estiércoles bien gestionados o la siembra de abonos verdes son «depósitos» en esta cuenta de capital. Por el contrario, el laboreo excesivo o dejar el suelo desnudo son «retiradas» que lo empobrecen. Una forma visual de comprobar esta actividad biológica es el famoso «test de los calzoncillos de algodón»: enterrar una prenda de algodón 100% y desenterrarla tras dos meses. En un suelo vivo, los microorganismos la habrán descompuesto casi por completo; en un suelo degradado, permanecerá casi intacta.
Un monocultivo es como una invitación a las plagas. La agroecología propone romper esa uniformidad y fomentar la biodiversidad funcional. Esto significa crear un hábitat dentro y alrededor de la finca para que los enemigos naturales de las plagas (la fauna auxiliar) se instalen y trabajen para nosotros.
Esta estrategia, llamada control biológico por conservación, es la más rentable y sostenible a largo plazo. No se trata de comprar y soltar insectos, sino de crear las condiciones para que las poblaciones locales prosperen. ¿Quiénes son estos aliados?
La implantación de setos con especies autóctonas, la siembra de bandas florales entre los cultivos o incluso permitir que ciertas «malas hierbas» florezcan en los márgenes son acciones que proporcionan refugio y alimento (néctar y polen) a estos superhéroes. Estas infraestructuras ecológicas, además, son fomentadas por los eco-regímenes de la nueva PAC, por lo que su implantación puede tener un retorno económico directo.
La transición agroecológica se apoya en un conjunto de prácticas agronómicas que, aplicadas de forma coherente, rediseñan el funcionamiento de la finca. No son recetas universales, sino principios que deben adaptarse a cada cultivo y región.
Es uno de los sistemas más eficaces para proteger y mejorar el suelo. Se basa en aplicar de forma conjunta tres principios inseparables: mínimo laboreo o siembra directa para no alterar la estructura del suelo; cobertura permanente del suelo con restos del cultivo anterior o con cultivos de cobertura; y rotación diversa de cultivos para romper ciclos de plagas y mejorar la fertilidad. Ensayos a largo plazo en instituciones españolas como la Universidad de Córdoba (UCO) o el ITACyL demuestran sus beneficios en ahorro de combustible, mejora de la materia orgánica y aumento de la rentabilidad.
En cultivos permanentes como viñedos, frutales u olivares, mantener el suelo cubierto con vegetación (sembrada o espontánea controlada) es fundamental, especialmente en el clima mediterráneo. Una cubierta vegetal adaptada reduce la erosión, frena la evaporación del agua, mejora la infiltración y sirve de refugio a la fauna útil. La clave es elegir las especies adecuadas (gramíneas, leguminosas, crucíferas) y gestionarlas correctamente para evitar la competencia con el cultivo principal.
Imitar la diversidad de la naturaleza es una estrategia ganadora. La asociación de cultivos consiste en plantar dos o más especies juntas para que se beneficien mutuamente. Un ejemplo clásico es la siembra de un cereal con una leguminosa: esta última fija nitrógeno atmosférico gratuito en el suelo, que podrá ser aprovechado por el cereal. Las rotaciones, por su parte, son esenciales para romper el ciclo de vida de plagas y enfermedades asociadas a un solo cultivo y para explorar diferentes profundidades del suelo con las raíces.
La sostenibilidad pasa por una gestión extremadamente eficiente de los recursos y por aplicar los principios de la economía circular a escala de finca: los residuos de un proceso se convierten en el recurso para otro.
El agua es el recurso más crítico en España. Además de mejorar la capacidad de retención del suelo, la agroecología promueve el diseño de sistemas de cosecha de agua de lluvia a pequeña escala, como zanjas de infiltración o pequeñas balsas, para recargar los acuíferos locales. Esto es vital en zonas con acuíferos sobreexplotados, como Las Tablas de Daimiel o el Campo de Cartagena.
El ciclo de nutrientes es otro pilar. En lugar de depender de fertilizantes de síntesis, cuyo precio fluctúa con el coste de la energía, se busca reciclar los nutrientes ya presentes en la explotación. El compostaje eficiente del estiércol o de los restos de poda no solo produce una enmienda orgánica de altísimo valor, sino que evita la contaminación de aguas por nitratos. A una escala mayor, se explora el uso de aguas regeneradas o la valorización de efluentes ganaderos para producir biogás y digestato, cerrando el ciclo a nivel comarcal.
En definitiva, adoptar un enfoque agroecológico es una decisión estratégica. Es invertir en la salud del suelo, en la biodiversidad y en la eficiencia de los recursos para construir una explotación agraria que no solo sea sostenible ambientalmente, sino también mucho más resiliente y rentable frente a los desafíos del siglo XXI.

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